1.-
Cuando mi bisabuela Fabiana murió todo el pueblo sintió su partida. Tenía setenta años y era la tercera vez que moría, pero nadie en el pueblo se acostumbraba a su ausencia.
Ese mundo intermedio entre la vida y la muerte siempre me había resultado un misterio, pero no fue hasta qué supe su historia que el interés se acrecentó en mí.
Los que la conocían bien, —los más viejos—, decían de ella cosas maravillosas. Que era maga, que tenía poderes sobrenaturales, y algunos hasta se atrevían a llamarla viajera del tiempo.
Siendo una adolescente no prestaba mucha atención a ciertos comentarios, lo que más recordaba de ella era su forma extravagante de vestir y su cabello, pues siempre llamaron mi atención.
Mi bisabuela tenía la costumbre de ponerse tinturas en el pelo, sus enjuagues como ellas los llamaba iban desde el violeta hasta el verde. Algunas veces el morado era muy intenso —pues se le iba la mano con las gotas de la violeta genciana—, una tintura que se compraba en la botica. En otras ocasiones era rosado, unas gotas de mercurio cromo bastaban, pero lo peor que vi en su cabeza fue un color verde fosforescente, nunca supe cómo lo logró, algún mejunje raro debe de haberse aplicado.
El caso es que era muy divertido verla con la cabellera teñida de aquellos colores escandalosos, y con moños llenos de cintas, lazos y flores.
Por su extravagancia Fabiana fue siempre un personaje que destacó en el pueblo. Ella se sentía muy orgullosa de su estilo y le encantaba que se lo celebraran. Para crearlo cosía diferentes pedazos de telas de colores vibrantes y con ellos confeccionaba sayas, blusas y hasta pantalones. Los modelos eran variados pero lo importante para ella es que estuvieran llenos de color.
Vivía sola pues hacía diez años que había enviudado de su último marido. Las chismosas del pueblo decían qué, en vida de él, ella había dejado por un tiempo sus extravagantes costumbres, pero después de su muerte las había retomado.
2.-
Esta vez la muerte la sorprendió en la parte trasera de la casa, junto a la soga de yute que trazaba una línea recta en el patio de extremo a extremo. La abuela tendía la ropa al sol ayudada por unas horquillas de madera. Tenía puesto una bata de flores, de esas qué tanto le gustaban. Dos amplios bolsillos la adornaban, dónde se podía encontrar de todo, desde un tornillo hasta un poco de nicotina con la que la vieja liaba sus cigarros. Sus zapatos estaban llenos de lodo pues había llovido y cosa rara llevaba sus blanquísimos cabellos enrulados, sin color y cubiertos por una redecilla.
La palangana, rebosante de ropa blanca, reposaba sobre el tronco de un árbol viejo y seco del que Fabiana tomaba las piezas que iba tendiendo.
No se sabe que sucedió, mi tío, su hijo menor la había encontrado a horcajadas sobre la soga, doblada en dos y con los ojos abiertos y vidriosos como el que ve un espectro.
No era una muerte muy elegante, a diferencia de las otras que había tenido. Después del entierro los dolientes ofrecieron un refrigerio. Todos en el pueblo pasaron para dar sus condolencias y saborear los manjares que en estas ocasiones era tradición brindar.
Mientras tanto, en el cementerio el sepulturero daba los toques finales a la tumba de la finada Fabiana. Al viejo Venancio le molestó ver un intruso que vagaba por allí —un tipo raro —contó más tarde—, no parecía del pueblo, debía ser un forastero…
El hombre en cuestión vestía de negro riguroso, pero llevaba una larga capa cuyo interior era rojo. De aspecto extravagante el extraño personaje tenía grandes bigotes y una barba de perilla, su nariz era larga y muy fina y destacaba en un rostro donde los ojos eran dos pequeñas ranuras negras, brillantes y duras.
Eso fue lo que relató Venancio cuando llegó a casa de Fabiana para acompañar a los familiares y dar buena cuenta de los emparedados. Se le veía un poco preocupado al viejo y dijo que vino a informar de la extraña presencia, pues no sabía si el hecho de que aquel personaje rondara la tumba era importante.
Salieron en grupo a buscarlo, pero nadie lo pudo encontrar, se había esfumado.
Tres días después doña Fabiana canturreaba sentada en su portal mientras tejía. ¡Había resucitado!
No quedó ni un habitante del pueblo sin pasar para saludarla, saludos que ella respondía y a su vez le preguntaba al interpelado por su familia, enviándoles saludos.
El hecho era incomprensible, ¿realmente viajaba en el tiempo?, todos habían escuchado que años atrás había sucedido algo parecido, pero no lo creían. ¡Pamplinas!— decían cuando algún viejo relataba los hechos acaecidos, —eso es imposible—, como único es posible, es que tenga pacto con el diablo, y acto seguido los participantes de la charla se persignaban.
El caso es que, de cada viaje venía renovada y siempre aparecía con algunos productos que nadie conocía, pero era imposible sacarle alguna información.
3.-
Ahora Fabiana tenía una numerosa familia, la que quedó tan sorprendida como todos los demás con su resurrección, —bueno—, todos menos su hermano Felicio. Este era tres años mayor que ella y recordaba muy bien lo que había sucedido antes. El hecho no dejaba de asombrarlo pero se había acostumbrado.
Contaba que hacía cincuenta años de la primera vez que Fabiana murió y resucitó, tenía solo 20 años recién cumplidos y estaba casada con Eustaquio un mocetón de hombros anchos y vigorosos, que a la sazón del meollo ya le había hecho tres hijos, uno por cada año de matrimonio.
Su resurrección le había costado la vida a su marido, quien al verla reaparecer cayó muerto de un colapso, pero esa vez se había demorado seis años en volver.
Sus hijos a los que había dejado muy pequeños, le llamaban mamá a la mujer con la que Eustaquio se había casado. El más perjudicado de este episodio fue Eustaquio, el pobre hombre no resistió el susto de verla parada delante de él. Él la había enterrado, la había llorado, ¿cómo podía ser posible aquello?
Fabiana había entrado en la casa como si hubiera regresado del mercado y se había plantado delante de su marido quién no tuvo tiempo ni de preguntar qué era lo que sucedía.
Ella retomó su vida como si nada y Matilde no tuvo más remedio que enterrar a Eustaquio y volver a casa de su padre con los dos hijos que había tenido fruto de su amor con el viudo de Fabiana.
En menos de un mes, ya Fabiana se había casado con un vaquero que era nuevo en el
pueblo y continuó su vida como siempre. Tuvo tres hijos más y cuando alguien le preguntaba donde había estado después de su muerte, respondía ufana —es un secreto, y si te lo digo te tendré que matar—, así evitó que los curiosos del pueblo la asediaran con preguntas que ni ella misma podía responder.
Con 30 años, seis hijos y un próspero negocio de leche, quesos y mantequilla, Fabiana era muy conocida en todas las poblaciones aledañas. Gozaba de fama y fortuna, su marido Ezequiel la adoraba y además era muy buen mozo, —uno de esos por los que las mujeres volvían la cabeza—, así que la vida le sonreía. Sus hijos mayores, los que tuvo con el finado Eustaquio, nunca se recuperaron del todo de su reaparición, pero ella con su carácter desenfadado permitió que los muchachos visitaran a Matilde y pasaran tiempo con sus hermanos para hacerles la vida más pasajera, a fin de cuentas, ella no guardaba ningún rencor a Matilde por haberse casada con Eustaquio. La verdad sea dicha a ella nada le molestaba ni le alteraba el humor, era cantarina, bailadora y propensa a hacer chistes con los que todos se divertían. Para los lugareños ella era un personaje emblemático, aunque no la comprendieran muy bien.
Su nuevo marido, el que desconocía que Fabiana había muerto y resucitado, vivía feliz al lado de su mujer, para la que solo tenía palabras de elogios.
Una mañana muy temprano, —pues a ella le gustaba levantarse con el canto de los gallos—, se encontraba organizando los productos en la tienda del pueblo cuando se sintió mal, — debe ser indigestión —¡esa carne de cerdo de noche!, —pensó. Dos horas más tarde cuando regresó a su casa y se lo comentó a su marido, este le pidió que se recostara un rato. Así lo hizo. Ezequiel se tumbó a su lado y la miró con cariño, ¡era tan bella a pesar de las cosas raras que se hacía en la cabeza! Él no entendía aquella manía de ponerse colores escandalosos en el pelo y ropas tan extrañas, pero aún así la amaba.
Le estaba comentando sus planes para reconstruir la vaquería, cuando ella emitió un fuerte quejido, vomitó y quedó inerte.
De nada sirvieron los esfuerzos de Ezequiel por revivirla, su mujer estaba muerta…
Las pompas fúnebres fueron grandiosas, Ezequiel se negó a enterrarla en el panteón familiar y mandó construir para ella uno nuevo. No escatimó en gastos deseaba que su mujer descansara en un lugar hermoso, Fabiana se lo merecía.
El velorio y entierro conmocionaron a los habitantes de diez pueblos a la redonda, sus hijos y marido no tenían consuelo.
Pero algo extraño había sucedido después del entierro. El sepulturero había relatado que cuando concluyó su trabajo de acomodar las flores sobre la tumba, había visto a un hombre, un forastero —lo sabía por sus ropas —, el hombre se había sentado a los pies del ángel que estaba en el extremo del panteón y desde allí miraba insistentemente en dirección al sepulcro. Cuando Venancio le preguntó si le podía ayudar, el hombre desapareció.
No le creyeron, Venancio era muy joven y un poco fantasioso.
4.-
Las hermanas de la Luz, un círculo de mujeres que trabajaban con las energías
espirituales, realizaron todo tipo de limpiezas y tratamientos en el panteón de la difunta Fabiana. La finalidad, asegurarse que allí no pernoctaba ninguna energía oscura del más allá. No es que les dieran mucho crédito a las habladurías, pero… aquello de qué Fabiana ya había resucitado era preocupante. ¿Que tipo de tratado tenía con la muerte?, o ¿sería una enviada de Lucifer?, ¿sería de verdad que era una viajera del tiempo, como decían algunos?, y si era así ¿cuál era su misión en el pueblo?, ¿donde estaría el artefacto que la transportaba?
Aquellas incógnitas eran el sentir de todos, pues ahora la historia de Fabiana corría de boca en boca.
El pobre Ezequiel no se acostumbraba a la pérdida de su amada y se le podía ver llorando desconsolado frente a su tumba suplicando por un milagro.
Transcurrieron cinco largos años durante lo cuales poco cambió hubo en el pueblo. Una mañana de primavera, luminosa y cálida en la que el bullicio llenaba las calles aledañas al mercado, Ezequiel decidió que una vez terminada la feria de los quesos que ese día se celebraba, se iría a la taberna, ya era hora de dejar el luto y retomar su vida.
Se vistió para la ocasión: unos vaqueros ceñidos, camisa a cuadros, sombrero de pana negra y botas. Se perfumó y dejó a sus hijos con Jacinta quien se ocupaba de la casa desde que Fabiana faltaba.
Ezequiel se divertía de lo lindo, bailaba, bebía y hasta había entonado una canción a coro con su mejor amigo. Tarde en la noche decidió regresar, —para una primera salida era suficiente.
Tomó el camino a su casa y al llegar a un recodo sintió que le llamaban. No reconoció la voz, se detuvo y miró alrededor. ¡No había nadie!, —estoy más borracho de lo que pensé —murmuró, y continuó. Pero la voz lo volvió a llamar. —Ezequiel… era un eco lejano. Entonces la reconoció: era la voz de Fabiana.
Pero no se asustó, no corrió, todo lo contrarío, sonrió y le respondió: estoy aquí, en el medio del camino y si de verdad eres tú, ven, te amo como el primer día.
De entre la maleza apareció Fabiana, fresca y rozagante como una rosa. No había cambiado nada en esos cinco años de ausencia, solo su cabello era diferente. Ahora era largo, casi hasta rozar sus posaderas y su color claro resplandecía a la luz de la luna. Llevaba un simple vestido azul e iba descalza.
Ezequiel corrió hacia ella y se fundieron en un largo abrazo. El sostuvo su cara entre las manos y la beso apasionado, ella respondió aquel beso.
Ahora —dijo él, entraremos en casa y mañana será un día de celebración.
Ella jamás relató que sucedía en esos viajes que hacía al más allá, y él nunca quiso saber, le bastaba con que su mujer hubiera regresado y sobre todo estaba feliz de que había dejado aquella manía de ponerse colores en el cabello y usar ropas extravagantes.
La celebración por la resucitada fue magnífica, una fiesta que jamás olvidarían en el pueblo.
Febrero 20/2020
Berenice Morales
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