Solo había quedado la casa. Su triste fachada que otrora fuera gris, ahora tenía manchas de humedad y grietas imposibles de borrar. En su tiempo fue una de las mejores construcciones del pueblo pero el abandono había terminado con su esplendor, a Romina ya no le importaba nada material.
Era una casa robusta, construida con fino cemento y piedra de cantería. En el frente, hacia el lado derecho, tenía un cantero alto, ese había sido siempre el arríate de flores preferido de la señorita Romina que con sus propias manos lo había sembrado de Margaritas de varios colores. Ahora no quedaban flores en él, solo la tierra negra y seca, igual a la que recibiría su cuerpo.
El cortejo del sepelio partió a las doce en punto cuando el sol estaba en lo alto del firmamento. Si ella hubiera podido escoger el día de su muerte, se hubiera decidido por un día así.
A Romina le encantaban los días soleados, las flores, los pájaros y pasear entre las palmeras. Solía decir: “Las palmeras cuando el aire las mueve, se asemejan a señoras con grandes melenas despeinadas”.
Las palabras del sacerdote llenas de sentimiento y cargadas de un gran dolor fueron breves, tras ellas los restos mortales de Romina fueron depositados en el oscuro sepulcro.
Los que la vieron dijeron que parecía dormida y llena de paz. ¡Pobre niña rica! Ya no volvería a sentir el aire en su cara ni a disfrutar de sus paseos por los palmares junto a su padre.
A las ocho de la noche la casa de los Gamboa abrió sus puertas. Matilde, su medio hermana, rezó un rosario para que el alma de Romina descansara en Paz. Todos fueron bienvenidos.
Había muerto sola, durante la noche, al día siguiente la encontró su inseparable amiga.Esperanza no recordaba desde que edad ella y Romy, —como la llamaba cariñosamente— eran amigas, quizás desde que nacieron. Sus familias se conocían de toda la vida. Habían asistido a la misma escuela, y desde muy jóvenes fueron muy unidas. En los últimos tiempos, Esperanza la visitaba de forma asidua y por si algo se ofrecía tenía llaves de la casona.
La chica del servicio que asistía a Romina, cuando llegó le contó que, la tarde antes la señora apenas había probado bocado.
—¿Se siente indispuesta señora? Le había preguntado.
—No es nada Margot, son mis ansiedades, mi estómago, ya sabes.
—Y eso fue todo señora Esperanza —aseguró Margot. Yo me marché y ella se quedó como casi todos los días, recostada en un sillón de la terraza con la vista perdida en los rosales.
Romina no tenía muchos familiares, pero el pueblo entero se volcó a la calle para seguir el cortejo fúnebre y acompañarla hasta su última morada.
Los vecinos del pueblo sentían una profunda curiosidad, pero también agradecimiento por aquella familia. Esa fidelidad había comenzado con el padre de Romina, Don Erasmo. Es posible que sus buenas acciones conocidas por todos, hubieran quedado grabadas en los habitantes de Los Palacios, o quizás era por la atracción que sentían hacia la enigmática personalidad de la joven.
Cuando Don Erasmo falleció el pueblo entero lo acompañó. A la casa llegaron cientos de esquelas póstumas, flores y cartas de agradecimiento que la propia Romina respondió. Ahora el pueblo le mostraba sus respetos a ella.
Como todo pueblo pequeño “Los Palacios” no era la excepción, allí el conocimiento de las vidas ajenas daba poder. Erasmo y su familia habían estado siempre de boca en boca. Se hacía difícil comprender aquella mezcla de sentimientos que desataban en los lugareños; por un lado admiraban su grandeza, y buenas acciones pero justo por eso también los detestaban. Los temas para debatir sobre la familia eran diversos, pero Romina siempre estuvo en el centro de las intrigas.
Al principio fue la belleza de la niña, más tarde, se comentaba sobre su delgadez, sobre lo pálida que era su piel y hasta sobre el color que había tomado su cabello. Todo en relación con la familia era motivo de chismorreo, era una curiosidad que rayaba en lo mal sano.
Y sí, Romina estaba muy delgada, demasiado para aquella época en que las mujeres eran más redonditas.
A su favor tenía además de su esbelta figura, una cabellera magnífica de un dorado rojizo brillante y unos inmensos ojos color avellana, pero lo más impresionante en ella era el candor que su personalidad reflejaba, iba cubierta de un halo de ternura mezclado con tristeza que hacía que todos la amaran.
Al cumplir los dieciocho años su padre ofreció un gran baile, de allí debían salir los futuros pretendientes de Romina. Su matrimonio sería un evento sin igual. Sin duda, la boda más hermosa que el pueblo vería.
Para su desgracia eso no sucedió. A pesar de la excelente posición económica de Don Erasmo Gamboa, a Romina no le llegó el ansiado pretendiente.
Don Erasmo había amasado una gran fortuna y su mayor anhelo era ver a Romina comprometida, pero con un hombre de bien, alguien que cuando él faltara pudiera velar por los intereses de la familia.
El aserradero y las grandes plantaciones que tenía de Palma Regia proporcionaban trabajo a muchos. Su contribución había sido significativa para el progreso del pueblo y sus alrededores. Más de uno le debía favores, sin contar el apoyo que había ofrecido, a título personal a los grandes hacendados de la provincia. Por desgracia el añorado varón no llegó, aún con tan maravilloso panorama económico a la vista.
Cuando el último vecino se hubo marchado, después del refrigerio ofrecido, Matilde, en la soledad de la casona, recordó aquel viaje de su hermana a la capital en busca de una cura para su delgadez. Achacaba la falta de pretendientes a esa causa. Y sí, mejoró con el tratamiento, ahora tenía mejor color y algunas libras más.
—No lo dudes, Romina, te lloverán los pretendientes —aseguró Matilde.
—Dios te oiga, papá solo habla de eso, y la verdad es que a mí también me gustaría formar una familia y tener hijos.
—Verás que tus sueños pronto se cumplen —le había respondido Matilde a su hermana, y estaba convencida de ello. Romina era tan hermosa y dulce. ¿Quién no la querría por esposa?
Con la muerte de su padre Romina quedó sola, su madre había partido antes. Con casi treinta años y sin esperanzas de boda, era considerada por los habitantes del pueblo como una solterona.
Al verla pasar los domingos al volver de misa, las viejas del pueblo murmuraban a sus espaldas con un deje de tono sarcástico en la voz : —¡miren ahí viene la quedada! De nada le ha servido el dinero y la belleza.
La soledad hizo que Romina aceptara los galanteos de Manuel, su padre debía estar retorciéndose en la tumba, pero ella tenía derecho a ser feliz.
El pueblo ardió enardecido ante la noticia de la boda, ¡que bajo había descendido Romina, quién lo diría!, él era un simple empleado de la fábrica de cristales y ella una de las más acaudaladas de la zona. Ironías de la vida.
Pero finalmente se casó.
Una año después de haber recibido la bendición del santo matrimonio, esperaban su primer hijo. Solo su marido, su amiga Esperanza y la partera de un pueblo vecino la asistieron al momento de dar a luz. Fue un parto difícil que duró más de doce horas, tras las cuales Romina estaba exhausta. El bebé se había colocado debajo de una costilla de su madre, —está encajado— había dicho la partera, tendré que subirme a ahorcajadas sobre ella para ayudarla. Finalmente lo logró, el bebé estaba en posición, pero la criatura no lloró al nacer. Nació muerto. Un dolor indescriptible invadió a Romina.
Casi sin fuerzas envío a que trajeran al padre Bernardo y ella misma amortajó a su hijo. Fue un funeral privado, solo los más cercanos asistieron. Ese fue su deseo.
Dos años más tarde se repitió la historia, pero ahora era una niña. Desconsolada se encerró en su luto y se negó a hablar. Estaba convencida de que era su culpa, que era un castigo de su padre por escoger como progenitor de sus hijos a un ser de clase inferior. Aquella semilla no germinaría en ella.
Romina era un alma en pena.
El pueblo sufrió con ella la pérdida de las dos criaturas y luego cuando Manuel se marchó la vieron vagar de la casa a la iglesia vestida de negro de la cabeza a los pies, siempre susurrante, con rosario en mano. Romina había acusado a Manuel de estar maldito y de ser indigno de compartir su lecho. Margot, su asistente, sin mala intención, había esparcido la noticia por el pueblo.
Se decía que Manuel desgarrado ante tanta pérdida y las duras palabras de su mujer, le respondió que se marcharía, y un buen día desapareció. Nunca más se supo de él.
Tiempo después del fallecimiento de Romina, Matilde comenzó la limpieza y remodelación de la casa. Era muy antigua. Tendría que invertir un poco para venderla pues ella no la ocuparía.
Comenzó por la fachada. Hizo que construyeran amplios ventanales por donde podía entrar la luz a su antojo. También las viejas baldosas de la cocina fueron sustituidas por losas de mármol con un estilo moderno, pero simple, así como la pintura y los gabinetes de la despensa. Solo faltaban los patios y jardines, estaban muy abandonados. Sería un trabajo arduo, pero no imposible.
Apenas amanecía cuando el teléfono timbró en casa de Matilde Salazar. Una voz autoritaria se escuchó al otro lado del auricular.
—¿El señor Salazar?
—Si señor, el mismo.
—Necesitamos comunicarnos con su esposa.
Humberto Salazar sostuvo el auricular con la mano derecha, mientras su mujer se le acercaba. Con la izquierda le hacía señas de que la llamada era para ella.
—¿Si?, respondió, a la vez que interrogaba a su marido con la mirada.
—Lamento molestarla tan temprano señora, le hablo de la Comandancia de la Policía de Los Palacios. Le informo que los trabajadores de la casa han hecho un hallazgo espeluznante en su propiedad. Tendrá que venir y cuánto antes mejor.
Ya soleaba la mañana cuando Matilde se personó en la comandancia de policía, de allí fue trasladada a la morgue.
En el recinto, ante la autoridad competente y el forense, quedó advertida de que sería un mal momento pero no lo podían evitar pues ella era la propietaria del inmueble.
Uno a uno destaparon los cuerpos. Los dos primeros eran pequeños conjuntos de huesos colocados en posición para formar una figura humana, a leguas se notaba que eran restos de infantes. El tercero eran huesos grandes y amarillos —son de un hombre— había dicho el doctor, —Ya ha sido identificado.
Matilde no pudo soportar el dolor que aquella visión le produjo y lloró sin consuelo. Lloró por ella y por Romina, su pobre y desdichada hermana.
Dos meses antes, tras el funeral de su hermana, Matilde se había reunido en la morgue con el forense. El doctor Velázquez quería informarle sobre los resultados de la autopsia de Romina.
—¡Arsénico!: eso había dicho el forense. En aquel momento creyó que el mundo se perdía bajo sus pies.
—Pero tranquila, señora Matilde, a pesar de que estaba convencido desde el primer momento de la causa del fallecimiento, de mi boca no salió una palabra al respecto pues eso hubiera impedido su cristiana sepultura y Romina merecía descansar en paz. Además, agregó, yo no sería médico de no ser por la ayuda de su padre, el señor Erasmo, que en gloria esté, concluyó.
Matilde agradeció aquel gesto de apoyo del Doctor Velázquez. Nunca olvidaría lo que hizo por su hermana. Pero este hallazgo, ¡estos cuerpos enterrados en el jardín!, era lo más atroz que había visto en su vida, la conducta de alguien completamente demente, pobre hermana mía susurró. ¿Cómo fue que nunca me percaté de su locura? No vi las señales, no fui capaz de ponerme en su piel por un instante ante tanta pérdida sufrida. ¡Ay! —Se lamentó, si por un momento me hubiera detenido a pensar lo que sentía una madre que pierde a sus hijos.
Ahora comprendía el deseo de amortajar ella misma a los niños. No se quedaría sola en aquella casa, así que hizo lo que creyó necesario para retener a Manuel, y a los pequeños.
“Él no la abandonaría, no ahora que no tenía nada más a que aferrarse, (no se marcharía dejándola llena de dolor, no lo permitiría), él era el culpable de la muerte de sus hijos”.
Esas eran las palabras que había escuchado Margot y que más tarde le había contado, pero a Matilde le era imposible imaginar algo así. Romina había perdido la cordura, era la única forma de imaginarla cometiendo un asesinato.
—Jamás me percaté de su falta de razón, de lo perturbada que estaba, —dijo Matilde en voz alta, mientras el comisario y el forense trataban de consolarla ¡si yo lo hubiera sabido! —dijo entre sollozos.
2/12/2018
Deje un comentario