Las putas salen de noche

Las putas salen de noche

Por increíble que resultara, la ceremonia de su sepelio era el acto más glamoroso y digno al que Amparo había asistido en toda su vida. Ahora yacía felizmente en aquel sepulcro de un cementerio de la calle ocho y nadie se había atrevido a decir un comentario ofensivo sobre ella. Bien decía su amiga Silvia:

—Yo viviré como pueda y al final nadie se atreverá a escribir sobre mi lápida: “Aquí yace Silvita, la puta”.

La conocí una mañana de primavera. Soplaba un aire fresco y la divisé a lo lejos mientras paseaba amparada bajo la sombra de los almácigos. Llevaba un vestido blanco de hilo, de saya amplia, sandalias, un abanico en su mano derecha y, en la otra, un cigarrillo. Bien peinada, aunque con algunas canas al aire, y perfectamente maquillada. Ese día, como trabajadora social, atendí una llamada de emergencia. Me encargaron visitar aquel centro para ancianos porque tenían una paciente con problemas.

Llevaba por lo menos, tres años realizando ese trabajo y durante todo ese tiempo tuve que resolver casos terribles. Pero no todo era malo en mi profesión, también tenía algunas satisfacciones. Brindar socorro y aportar mi esfuerzo para mejorar la vida de los ancianos era un compromiso que me tomaba muy en serio. Siempre pensaba en mi madre, en lo difícil que sería el día en que, por cuestiones de trabajo, no la pudiera ayudar. Ese pensamiento me impulsaba a dar lo mejor de mí. Además, los centros hacían muy buena labor; eso había que reconocerlo. Ella fue uno de esos nuevos casos en el asilo de “Las Mercedes”. La razón por la que nos habían contratado fue por “un tipo de conducta impropia”, como dictaba el reporte.

Amparo solo llevaba en el centro tres meses, no tenía familia, solo una vieja amiga que, de vez en cuando, aparecía por allí con cigarros, productos de belleza, chicles, y un montón de chucherías más. Amparo tenía setenta y cinco años, aunque por su cara, parecía tener diez años menos.

Cuando la entrevisté quedé impresionada por la fluidez de su diálogo, aunque ya se percibía en ella cierta irritabilidad. El tipo de cólera que antecede a los procesos de demencia en ancianos. No solía quejarse de muchas cosas del centro.

—Solo me molestan las aburridas del turno de la noche, a esas no las hacen felices sus maridos. ¡A eso le pongo el cuño yo! —me respondió cuando le pregunté si estaba feliz con el servicio y el trato.

—¿Pero me pudiera explicar usted de qué forma la molestan? —dije—, quizás le pueda ayudar.

—Bueno, se meten en mis asuntos privados, ya sabe usted, una tiene sus necesidades y ellas todo el tiempo me vigilan o me interrumpen.

—¡Ah!, ya entiendo. —En este punto ya nos tratábamos de tú porque ella había insistido en que no era tan mayor y que el “usted” le resultaba molesto.

—No estoy acostumbrada a que me llamen de usted. A lo largo de mi vida he recibido pocas reverencias, por decirlo de alguna manera.

—¿Te han informado a qué me dedicaba?

—No supe qué responder.

—Sé, —le dije—, que usted ha tenido una vida difícil y que solo cuenta con la ayuda de una amiga porque no tiene familiares cercanos.

—Sí, es verdad, mi amiga Marilita. Ella también era puta. Trabajamos juntas, pero al final ella encontró un marido y rehízo su vida. Ya ves, a algunas les toca la lotería. Pero en algo te equivocas: sí tengo familia, y bastante, solo que ahora que estoy vieja y achacosa y no tengo dinero,  les da vergüenza visitarme por mi pasado. Tengo un montón de sobrinos y de mis hermanos viven todos, pero ya ves tú, así es la vida. Cuando era puta y los mantenía a todos con mi trabajo no les importaba, sin embargo, ahora son muy decentes y prefieren que no se sepa que tienen una tía que era prostituta. ¡Una mujer de la vida fácil! —así nos llaman ahora— créeme, esa vida de fácil no tenía nada.

En algunas ocasiones tuve que soportar malos tratos y vejaciones que todavía hoy no soy capaz de contar por vergüenza, porque, aunque crean que no la tengo, ¡si la tengo! Y también cierto pudor que, por educación, me impide decirte más. Ahora, cuando miro al pasado, me entristece. Ésa no era la vida que soñaba cuando tenía catorce años, pero no tuve más opciones, mis padres necesitaban el dinero. ¿Qué más podía esperar siendo casi analfabeta? Ser la mujer del primer guajiro que apareciera y vivir en una casucha de paja y barro pariendo hijos cada año. No tenía mucho donde escoger. » Lo que no comprendo es cómo mis hermanos, a los que cobijé siempre, se atreven a juzgarme. ¡La vida nos trae muchos desengaños!, ¿No crees tú?

Asentí, pues el nudo que se me había puesto en la garganta no me permitía emitir ninguna clase de sonido. No solo era el tono en que lo dijo, sino la expresión de Amparo. Una expresión triste y solitaria. Me dolió su abandono y me sentí enormemente frágil ante aquella mujer; estaba convencida de que había sufrido mucho.

—La verdad es que siempre me alegré de que Marilita encontrara un hombre que la entendiera —continuó—y que le diera un hogar, ¡ya llevan más de cuarenta años juntos! Ramón es un pedazo de pan, es de esos hombres que ya no existen. Cada cual carga con su sino y yo he cargado con el mío, ¡así es la vida!

Cuando una es joven y guapa no piensa mucho en eso de tener familia, la juventud te hace creer que eres inmortal. En mi caso, además, con la vida que he llevado no hubiera podido formar una familia. Bastante tenía yo con ayudar a mis padres para que los pobres no murieran de hambre, los hijos hubieran sido una carga. Éramos ocho hermanos, ¿puedes creer eso? No teníamos ni para comer y mi madre seguía pariendo.

—¿Quieres contarme un poco sobre ti Amparo? ¿Cómo era tu vida de niña, de joven, antes de que el destino te llevara por ese rumbo?

—Sí, por qué no. Hubo algunas cosas buenas. Aunque a lo mejor no me acuerdo de todo. Hay días en que no sé ni qué día es.

—Es normal, a todos nos sucede. Es un proceso natural que va con la edad. —dije para alentarla.

Necesitaba saber por qué le daban aquellas crisis nocturnas. Las cuidadoras, en su informe, reportaron que Amparo había entrado sin que ellas lo notaran en una habitación de la residencia en la que vivían dos ancianos. Las enfermeras de guardia corrieron a socorrerle y al entrar en la habitación no daban crédito al espectáculo que se encontraron. El anciano que pedía auxilio se encontraba tendido sobre la cama con Amparo encima de él, intentando quitarle la ropa interior. En la cama contigua estaba Eustaquio, completamente desnudo y con una sonrisa de oreja a oreja. Eustaquio no hablaba, pero al darle papel y lápiz para que pudiera anotar los hechos, las enfermeras pudieron leer: “ella hace muy bien el sexo oral, no muerde como Juana”.

Cuando la sacaron del cuarto, Amparo gritaba todo tipo de improperios mientras arañaba y mordía a las jóvenes. Tuvieron que llamar al psiquiatra de la institución, un médico de mucha reputación que le inyectó una sustancia para tranquilizarla. Amparo repetía una y otra vez que lo único que quería era tener sexo y que aquello no era malo.

—Rosa ese es tú nombre, ¿verdad?

—Sí

Mi vida, Rosa, transcurrió en un burdel. ¿Sabes lo que eran los burdeles en Cuba?

—Bueno, sí, tengo una idea. —contesté.

—Yo vine a La Habana con catorce años para trabajar de criada en una casa de gente rica y enviar el dinero a mis padres. Salí de un pueblo de campo en las afueras de la capital donde lo único que había eran cosechas de plátano y bohíos llenos de miseria. A pesar de estar a dos horas, nunca habíamos visitado la ciudad y para mí fue como descubrir un nuevo mundo.

Era un trabajo duro y mal pagado. Mis patrones eran unos abusadores. Comenzaba a las seis de la mañana y no terminaba hasta pasadas las seis de la tarde, sin parar. Los primeros meses fue bien, pero luego llegó un sobrino de la señora que me complicó la vida. Me perseguía día y noche. No es por alarde, pero yo era muy mona. Con un cuerpo esbelto, buenas nalgas y una mata de pelo rubio natural que me llegaba a la cintura. Rubén insistió hasta que logró lo que quería.

Una noche se coló en mi habitación y, después de unos acalorados besos, me desnudó. Me sobresalté ante mi desnudez, pero mayor fue mi asombro ante la de él. Rubén era guapísimo y tenía un miembro hermoso. Yo era virgen, pero usted sabe, Rosa, que en el campo los baños no existen. Yo ya había visto trabajadores orinando, a mi padre, a mis hermanos y primos… pero como aquello, nada. Aquella noche nos consumió la pasión y yo descubrí que mi fuego era mayor que el de él, pues cuando él, agotado, pedía descanso, yo quería continuar. Aquello se hizo habitual y cada noche a los diez en punto Rubén entraba por mi ventana. Así fue que una noche en la que no pudo venir Rubén, mandó a Marcos, uno de sus amigos, para que no lo esperara. Yo no pude contenerme y le mostré a Marcos mis encantos. Pasados dos meses, todos los cuerpos de los amigos de Rubén habían sido míos.

Fue idea de Rubén llevarme a casa de la Madame, “Tú necesitas dinero, ¿verdad?, pues tienes la herramienta perfecta para ganarlo. ¡Te harás rica!” Y acepté.

Después de una exhaustiva revisión, por parte de la madame, en la que observó con detenimiento hasta lo más íntimo de mí ser, dictaminó que yo era perfecta para el empleo.

—Tengo, —me dijo—, algunos ricachones que darían sus buenos pesos por ti.

—¿Y qué tendré que hacer para ganar ese dinero? —pregunté con tanta ingenuidad que la madame no tuvo más que sonreír.

—Solo se tú misma y complácelos a ellos.

—¿Solo eso?

—Sí, por ahora es suficiente.

A partir de aquel día empecé a trabajar en el burdel más afamado de La Habana, “Casa Marina”. De día era la joven de la limpieza en la casa de los Peralta, pero al caer la noche, después de terminadas mis labores como sirvienta, me escabullía de la casa y tomaba el autobús hacía mi nuevo empleo.

La Casa Marina estaba enclavada en el barrio de Colón, uno de los más famosos en el negocio del placer. Allí, lo mismo podías conseguir una muchacha por 25 centavos, que una de un peso. El negocio de Marina iba viento en popa, pues ella, además de traficar con carne fresca, vendía todos los accesorios necesarios: preservativos, cremas, lociones y cualquier otro mejunje que fuera considerado una pócima para el amor. Con ello garantizaba a sus clientes un acto sexual placentero y excitante. ¡La casona era un sueño, no te imaginas, Rosa!

Para mí que, era una campesina, aquel lugar era un palacio. Tenía una puerta enorme de cedro, oscura, montada sobre brillantes goznes de bronce con un visillo incluido que servía para revisar a los clientes. Allí solo entraban los socios o los invitados. Los segundos debían presentar una tarjeta que para tales fines había ideado Marina. El patio central estaba lleno de plantas, hermosas estatuas y luces indirectas que creaban una atmósfera cálida y romántica. Un ejército de mujeres, vestidas con lencería muy fina que dejaban entrever los dones que la naturaleza les había dado, atendían los pedidos de los clientes. Más tarde las muchachas me contaron que todos los años venía un francés amigo de la madame, y era él quien decoraba la casona. La sala de estar de la entrada de la casona me dejó sin respiración. Aquellas paredes color mamey claro y la decoración en tonos dorados me deslumbró. Había jarrones finísimos, mesas de mármol de Carrara, exóticas mascaras italianas en las paredes y del techo pendía el Chandelier más hermoso que he visto en mi vida. La araña, como la llamaban las muchachas, sólo se limpiaba una vez al año cuando venía Fabien.

A diferencia de la entrada, las habitaciones y pasillos superiores, tenían colores muy llamativos que iban desde el rojo hasta el naranja y grandes cortinas de terciopelo negro. Todo en aquel sitio estaba puesto en el lugar preciso y con mucho gusto. En las habitaciones, además de la gran cama con dosel, teníamos un chaiselong donde podíamos hacer las delicias de nuestros clientes con poses más exóticas que la propia madame nos enseñaba. Aquella primera noche, la señora Marina, después de vestirme con uno de aquellos atuendos, me dijo:

—Mírate al espejo —Yo no me reconocí; estaba impresionante.

Llevaba puesto un bikini muy pequeño a juego con su ajustador, donde casi no cabían mis dos toronjas. Mis piernas estaban recubiertas por unas medias finas hasta medio muslo y una bata de encaje. Todo el conjunto era negro. Llevaba el cabello recogido en un gancho y los labios pintados de rosa coral, un tono que combinaba a la perfección con mi  piel.

Ahora —me dijo—, el toque final: un poquitín de perfume, “Aire de los Tiempos” de Nina Ricci. —Yo me sentía como una reina.

—Y ahora, ¿qué hago?

—Tú solo déjate llevar, ellos te pedirán lo que deseen. Tienes cinco turnos ya registrados, veremos cuando termines si alguien más te solicita. La tarifa es de diez pesos, y vamos a la mitad. Si te dan propina deberás entregarle la mitad al cajero.

—¿Estás lista?

—Sí, aunque un poco nerviosa.

—Ven, vamos al jardín. Tendrás tiempo de aclimatarte, nadie te atacará. Son señores de mucha educación. —La madame Marina tenía razón.

No sabes lo que es la pobreza, Rosa, ni el hambre. Aquella noche descubrí un mundo en el que hacer dinero dependía de mí y donde, además, estaba muy codiciada. Marina me presentaba como su nueva pupila y les hablaba de lo joven e inexperta que era. Creo que ese truco funcionó porque, al terminar esa noche, alrededor de la una de la madrugada, había doblado mi lista de clientes. Así como te lo cuento, Rosa, pasé de ser una guajira recién llegada a la ciudad, a ser la puta mejor pagada del burdel de Marina.

Ahora, en los medios días, trataba de tomar mi siesta para reponer fuerzas, aunque algunas veces Rubén aparecía y encendía mi hoguera. Tenía quince años y poco conocimiento sobre el ser humano. Más tarde, cuando me percaté del valor del tesoro de mi entrepierna, le cobraba, aunque una tarifa especial, porque seguía sintiendo una gran atracción hacia él. A los dos meses tenía buen dinero ahorrado y decidí dejar el trabajo de día. Me instalé en una casa de huéspedes en el mismo barrio de Colón y comencé a tener citas más temprano.

—¿Y nunca sentiste remordimientos o vergüenza? —pregunté intrigada

—No, era mucho dinero, y la vergüenza con el estómago vacío no mezcla. Además, yo lo disfrutaba. Ellos me hacían gozar, y yo les complacía a la vez que ganaba dinero. Era un negocio redondo. Me hice famosa en el barrio: era la nueva chica de Marina. Rubia, de lindas piernas y con buen trasero, ¿qué más podía pedir? Vestía a la moda, y podía ayudar a mis padres. Me celebraron los 16 años en el burdel por todo lo alto. Mis clientes me adoraban. Para ellos era una diosa;  una con cara angelical y una boca muy atrevida, capaz de transportarlos al mismo cielo.

Era feliz, eso es lo que te puedo decir. Claro que me gane mi puesto con el sudor de mi cosita. Yo no me negaba a ningún placer, aunque, eso sí, a algunos les cobraba más caro. Sin embargo, todos estaban dispuestos a pagar cualquier precio. En mi primer año en el burdel de Marina pude reconstruir la casa de mis padres y puse a estudiar a mi hermano mayor, que quería ser mecánico. A los más pequeños los proveía de todo lo que necesitaban, sin contar el dinero que enviaba para los alimentos. En ese segundo año, Marina me ofreció una habitación en el burdel y la acepté. Allí tenía el servicio completo por un módico precio. Juana cocinaba, limpiaba y me mantenía la ropa como nueva.

Cuando no tenía clientes me iba de tiendas, a la playa o al malecón. Me refiné con los consejos de mis clientes y sus regalos. Ahora vestía al último grito de la moda, usaba medias de seda y tacones altos. Los vestidos ceñidos a mi esbelta cintura volvían locos a los hombres en la calle. Y yo lo disfrutaba muchísimo. Que te digo, creo que nací para eso. Soy puta de nacimiento, me encantaba provocar y ofrecer placer, lo supe desde mi primera noche en la casa de Marina. Rubén solo me abrió los ojos.  Aquel día, mi primer cliente fue un general que me dejó sin aliento y me mostró cómo un hombre bien dotado y con apetito podía lograr que una mujer repitiera sus sensaciones, sintiendo un placer indescriptible. No me puedo quejar, tuve buenos maestros.

—¿Y nunca deseaste enmendar tú vida?

—La verdad es que no. Hubo un momento en que me enamoré y hubiera deseado ser otra, pero ya no había marcha atrás. Yo quería una vida de lujos y sólo mi cuerpo podía proporcionármelo. Al final, aquel joven me lo hubiera sacado en cara. Yo solo tenía 20 años y mi vida giraba en torno al burdel. Él era de una clase social refinada y aquello jamás hubiera funcionado. Mi mayor terror era la pobreza y no quería regresar a mis orígenes por nada del mundo, ¿qué habría hecho yo, si él me hubiera abandonado? Lo pensé muy bien y decidí fríamente que él no era para mí.

—Crecí en una casa de campo hecha de madera con techo de palma de guano que, cuando llovía, se mojaba toda. Solo teníamos dos habitaciones y en una de ellas dormíamos todos los hermanos, ¡todos juntos en una cama! Bueno, menos el recién nacido de turno que dormía con mis padres. Algunas veces prefería dormir en el piso de tierra que en aquel colchón de paja, que me dejaba con dolores por todo el cuerpo. Lo que ganaba mi padre no alcanzaba ni para comer. Mi madre, en las mañanas que no había leche, que era bastante seguido, nos daba agua con azúcar negro, el más barato, con un pedazo de pan viejo. De almuerzo casi siempre comíamos frijoles con boniato. Quizás te sea difícil imaginar lo que te cuento, pero era una vida de miseria extrema, sin luz eléctrica, sin baños, sin nada. Yo empecé a trabajar con diez años. Yo sé lo que es pasar trabajo y, créeme que, si tuviera que escoger otra vez, volvería a ser puta. No te puedo decir que la vida de prostituta era una vida fácil, pero sí cómoda.

Lo duro vino después, cuando entraron los indeseables. Se corrió el rumor de que cerrarían los burdeles porque las casas de putas “manchaban el honor” del nuevo gobierno. Al principio no lo creíamos, pero, ya se sabe, cuando el río suena…

Ellos emprendieron medidas contra la prostitución organizada. Querían reformar a las putas, ¡menuda tarea! Poco a poco cerraron todos los burdeles y entre ellos, el de Marina. A partir de ahí cada cual tuvo que tomar su rumbo. Ahora todas trabajábamos desde la casa. Se hacía lo que se podía, pero a escondidas. Muchas abandonaron el país, entre ellas mi amiga Marilita que ya estaba casada con Ramón. Todas se marchaban rumbo al norte.

Las pocas que quedamos, nos reuníamos de vez en cuando y salíamos amparadas en la oscuridad de la noche a ligar. Ya no era tan fácil; éramos trentonas, y a pesar de la “recogida de putas” que hizo el gobierno y de las que se reivindicaron, teníamos competencia y de la buena. Las nuevas putas de la calle eran más jóvenes. Fue difícil, Rosa, llegó un tiempo en que la situación se me hizo insoportable y contaba con muy poco apoyo. Casi no tenía ni para comer.

—¿Y por qué no recurriste a tus hermanos?

—¿Para qué? Ellos solo me llamaban si hacía falta dinero, y yo ya no tenía.

Por suerte, la providencia siempre envía un ángel de la guarda y a mí me tocó el mío. Una mañana apareció en mi puerta Filiberto Pérez, un antiguo cliente al que todas las muchachas de Casa Marina conocíamos bien, pues a diferencia de otros, este no tenía una puta preferida. A Filiberto le gustaban todas, así que se había paseado por todas las habitaciones del burdel. Como broma lo llamábamos “el caballero de la triste figura y la gran lanza”, ya sabes, por aquello de Don Quijote.

Hasta que partió al exilio vino a visitarme como antiguo amigo, siempre con las manos llenas de alimentos y algunos pesos para que subsistiera. Yo le pagaba siendo pródiga en afecto y él aceptaba el canje. Era un hombre solitario y taciturno, pero buena persona, eso sí. Además de muy versado en las artes amatorias. Ahora, de mi solo queda lo que ves.

—Creo, aunque tú no lo quieras aceptar, Amparo, que la vida fue muy dura contigo y merecías algo mejor, quiero ayudarte en esta etapa. La vejez no tiene por qué ser triste. Sé que cuentas con tú amiga, pero deseo que también lo hagas conmigo.

—Gracias Rosa. Sí, a Marilita le debo mucho, sobre todo estar aquí. Ella me trajo y me socorrió durante años. Ha cargado con mis depresiones, mi desaliento y mi dolor. La soledad, Rosa, duele.

—Pero estoy bien, no necesito nada, aquí me proveen con todo lo que necesito.

—Una cosa sí me gustaría, —dijo y suspiró—, y es que las mojigatas de la noche me dejen en paz, que no me persigan, ¡Tener un rato de solaz esparcimiento de teniendo sexo oral no mata a nadie!

—Eso no te lo puedo prometer, pero haré que tengas a tú disposición todo lo que necesitas y un doctor para hablar cuando te sientas deprimida.

Abandoné el centro con un dolor que, hasta ese momento, me era ajeno; la pena de una vida pérdida. Sentí como mía la frustración y la soledad de Amparo y me prometí que volvería a visitarla.

No tuve tiempo. Dos meses después de mi visita, Amparo falleció. Sus enfermeras me contaron que se fue un domingo. Había sido un día feliz, estaba de paseo en casa de su amiga Marilita. Allí se sintió mal. No hubo tiempo para que llegara el servicio de asistencia, pero se fue rodeada del amor que ellos le profesaban.

Su vida, fue una vida difícil, la vida de una puta, siempre lo es. Marginada, incomprendida, llena de soledad interior y desamor. De ahora en adelante corregiré a aquellos que, en mi presencia, osen llamarlas “mujeres de la vida fácil”.

1/11/21

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