Sinfonía para 7 hermanas

Sinfonía para 7 hermanas

Siempre fue difícil, pero al crecer creo que se hizo más.Crecer en una familia llena de secretos, algunos inconfesables, por pudor, ¡supongo!, fue terrible y me marcó.

Vivir rodeados de verdades a medias, de mentiras que fueron forjadas sobre otras mentiras para ocultar verdades que dolían, no por lo que sucedió sino por la culpa. 

Todas ocultaban algo o entre todas se ocultaban algo. Algunos amores impropios, algunas citas con cuñados, algunas locuras hechas en noches de lujurias de las que luego renegaban el domingo en misa, no sé, no lo recuerdo mucho, pero en misa se veían tranquilas, quizás dejar los pecados allí las ayudaban a ir ligeras.  Pero el correr del tiempo, ese que nos mancilla y nos marca, hizo su trabajo y lo que de jóvenes se ocultaron brotó como un odio feroz en la vejez. Ahora cuando ya no tenían nada que perder, o quizás cuando ya lo habían pedido todo.

Algunos maridos habían muerto, otros eran ya inservibles. Entonces floreció el rencor sordo que anidaron en sus pechos jóvenes cuando fingieron no saber. Ahora la que se quedó con el mejor partido sin importarle la hermana que sufría, hace gala de ello, la que vivió los romances prohibidos, hace gala de ello, la que fue desflorada por el jardinero calla, esa aun tiene pudor…siempre escuchan a Mozart, dejándose llevar, la vieja casa vibra con sus acordes, ellas permanencen en silencio como viejas estatuas en sus sillones.

La ropa sucia se lava en casa

Minerva

Pero resultó que era demasiada. La familia había acumulado toneladas de ropa, algunas ya inservibles. Entonces decidí que había que lavar un poco afuera, y por eso les cuento, así hacemos espacio.

Las hermanas, los cuñados, y con el paso del tiempo los primos y los sobrinos, todos ellos formaban parte de aquella historia familiar que sumaba motivos para dar por sentado que la familia Fermonsel-Fuerte, tenía cosas muy serias que resolver.

Empezaremos con la historia de una de las hermanas, la más pequeña, y de las más inofensivas.

Minerva

Decir que era hermosa hubiera sido una gran mentira, pero tenía su encanto. Minerva lucía como esas viejas botellas de coca cola de cristal, de figura sinuosa pero muy pequeña. Melena corta estilo los años 20 y grandes ojos castaños adornaban una cara atractiva, sensual. Minerva tenía su encanto. Simpática y jovial, siempre con una sonrisa de oreja a oreja, y los labios pintados de rojo fuego.

No era de las más agraciadas de la tropa, pero su boca, pequeña, provocativa y roja llamaba la atención, y junto al contoneo de caderas que era muy singular, debido a su estatura hacía que más de uno volteara la cabeza.

Avispada y audaz, sabía cómo decían los viejos “hasta donde el jején puso el huevo”, y eso era difícil.

Conocía cada lugar de la ciudad donde se podía comprar algo ilegal, y aprovechaba la información para surtirse de telas y demás accesorios que una dama necesitaba. Le encantaba ir bien pulida, la buena vida era lo de ella.

Tenía montones de pretendientes y con algunos había probado las delicias del amor, pero serio, lo que se dice serio, aún no se decidía.

Claro, y creo que ya se habrán dado cuenta, a ella la enamoraba el dinero, el hombre que pudiera pagar sus caprichos, ese sería el elegido.

Y llegó ese hombre, romántico y no mal parecido, Noelio era el hombre perfecto. Tenía negocios y la vida le sonreía. La desposó una tarde de verano de 1939, mientras el mundo rugía su miedo ante una guerra mundial. Hubo de todo, desde champagne hasta ostras y Minerva lucía radiante en su vestido de ninfa de los bosques.

Dos hijos llegaron, uno tras otro, pero ella continuó teniendo la misma figura que arrebataba a su marido. A los 26 años y con cuatro años de matrimonio, Minerva comenzó a dar muestras de aburrimiento y estaba cada vez más pendiente del vecino de la casa del frente.

Noelio no se dio ni por enterado, y su ardiente mujer ávida de aventuras comenzó a verse a escondidas con el nuevo amor. En su casa, en el parque, en la playa, Minerva era peor que un ingenio azucarero moliendo caña. Incansable. Tanto fue el cántaro a la fuente hasta que Noelio, que era ciego, abrió los ojos.

Ella confesó su desliz, lloró y suplicó, pidió perdón. “No lo volveré a hacer”, juró, y perjuró, eres el amor de mi vida, dijo, y él le creyó.

Unos meses después había un nuevo vecino en el barrio y Minerva con su caminar de reina “se llevó el gato al agua”. Joven, más que ella que casi tenía 30, y buen mozo, con unos ojos azules como el cielo y cuerpo de Dios griego. Manuel no se salvó de su embrujo. Ella con sus artes bien entrenadas de seducción logró que le propusiera matrimonio.

El pobre Noelio quedó devastado y con dos hijos a su cuidado, porque ella estaba recomenzando una nueva vida y no tenía tiempo para los niños.

Duró un año, tal como lo había pronosticado su madre, doña Soledad Fuerte, “yo no me equivoco”, aseveró, cuando supo de la trastada de su hija.

Minerva lloraba y su dolor traspasó los muros de la casa donde sus hijos dormían plácidamente: te he dicho que eso es imposible, no creo que pueda olvidar tu ofensa y el abandono de tus hijos, eso dijo Noelio de forma renuente aquella mañana en el jardín, cuando ella pañuelo en mano se arrodilló ante él. El pobre hombre no sabía que hacer, “esa mujer era una diosa”, su diosa y nadie le hacía sentir aquellas cosas tan deliciosas.

¡El qué dirán! ¿Eso importaba algo ante el amor que él sentía? Noelio se debatió por unos instantes que fueron eternos para Minerva ante aquella disyuntiva.

Decidió que la vida se vive una sola vez y hay que tratar de ser feliz, si le incomodaban las murmuraciones de los vecinos se mudarían.

Ser feliz era lo más importante, se dijo a sí mismo.

Así que la perdonó y otra vez pasaron por el altar, a sus 29 años Minerva estaba casada por tercera vez con el padre de sus hijos y estrenaba casa nueva en uno de los barrios más lujosos de la capital. Un nuevo comienzo, una nueva vida donde otros no supieran que había pecado.

Pero como de raza le viene al galgo, dos años después Minerva conoció a un entrenador y su corazón no lo soportó, cayó rendida a sus pies.

Dejó a Noelio nuevamente y se casó con Ricardo, él sabía lo que le gustaba y se lo daba así que sería para siempre… o eso pensó ella.

Tres años después la lista de amantes de Minerva no la podía llevar ni doña Soledad, que se las sabía toda porque tenía ojos en todas partes.

A los 32 años y con más salero que nunca, Minerva tenía una vida llena de actividades y tres hijos, los cuales vivían con sus padres pues ella no tenía ni tiempo ni paciencia para los niños.

Cuando sus hermanas le preguntaban por sus amores, solía responder que eso de vivir para un solo hombre era una pérdida de tiempo, “hay tantos hombres para escoger que no es justo tener que quedarse con uno”.

 Y bueno, no había nada qué hacer, en cada familia había una oveja negra, y en esta esa era Minerva.

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