El Progreso

El Progreso

Mongo, el monaguillo del pueblo entró a toda carrera a la iglesia por la puerta de la sacristía.

 —Padre, padre —gritó con desafuero.

—Qué, hijo —contestó el párroco, —¿a qué viene tanto escándalo?

—Un momento —susurró Mongo, quién de la carrera se había quedado sin aire. —¡Ay!, por poco me muero.

—Vamos, que me tienes en ascuas, suéltalo ya.

—Padre, que dice doña Remigia que se acuerde de que esta noche a las siete es la cena de Nochebuena, ha recalcado que no olvide usted el aseo personal, y que mañana tendremos el almuerzo en el patio de la iglesia por la Natividad. Para esos menesteres necesita que usted abra el portón de atrás, por donde entrará Sinforiano con la carreta y las muchachas para limpiar y ordenar el patio.

—¿Y por eso corrías como alma que lleva el diablo?

—Pues sí, ella me dijo que era urgente y que viniera a la carrera con el recao.

—Ya veo Monguito —dijo el cura acariciándole la cabeza y suspirando resignado.

El pueblo en cuestión contaba escasamente con unos tres cientos habitantes, todos católicos y casi todos practicantes. En su mayoría pasaban de los cincuenta años.

Los jóvenes del pueblo se habían marchado a las ciudades vecinas bajo la promesa de conseguir mejores empleos y solo regresaban en vacaciones para visitar a sus padres y abuelos. Aún así, los domingos, en la capilla de la parroquia había que poner sillas extras.

La parroquia era una pequeña iglesia de piedra maciza que estaba ubicada a la vera de un camino vecinal que llevaba a las afueras del pueblo. Había sido construida por un viejo Marques más o menos en el año mil setecientos veinte, quién también había construido el pueblo, el cual, en su honor, llevaba el nombre de su título nobiliario “El Progreso”.

Este personaje vivió y murió en la comarca, donde todavía habitan sus descendientes ya que, según contaban, el viejo había sido un semental y tuvo hijos con cuanta moza le pasó por delante. Muchas son las historias que se cuentan de Don Pedro Acosta y Carvajal, Marqués de El Progreso, pero como eso no nos atañe, lo dejaremos para otro momento.

Tenía la iglesia, además del salón de misas, una pequeña casa parroquial de tres habitaciones y un amplio patio. Allí era donde vivía el párroco, Pascual, más conocido como Pascualito.

Este había crecido en el pueblo y al ser ordenado sacerdote regresó para servir a sus conciudadanos. El monaguillo del pueblo era Ramón Pérez y Pérez, cariñosamente llamado Mongo, apodo que le encantaba, y más le gustaba cuando chiqueándole el nombre lo llamaban Monguito, como lo hacía el cura.

Mongo Pérez era muy buen muchacho, aunque un poco escaso de entendederas. Aun así se desempeñaba, además de monaguillo, como recadero del mercado haciendo las entregas a domicilio. Esta era una de las razones por las que conocía todos los chismes de la vecindad, que después le contaba con pelos y señales al cura.

La señora doña Remigia Solera, gran dama, representante de la sobriedad y fe del pueblo era la encargada cada año de las festividades por la Natividad. Por ello había apremiado al pobre Mongo con el recado para el padre Pascual. Sabía de qué pata cojeaba el cura y prefería asegurarse de que estaría aseado y presentable para esa noche.

Remigia solía recogerse cada día para echar una siestecita después del almuerzo, pero hoy sería imposible. “¡Tengo tanto por hacer!” le había dicho a su cocinera, “ no podré recostarme ni un rato”. Entró a la cocina para ver cómo iban los preparativos. —¡Dios santo, el calor del medio día es asfixiante! —dijo, y con la misma dio media vuelta y se marchó. —No queda mucho por hacer. Creo que me daré un buen baño y después beberé un vaso frío de limonada, —murmuró mientras se encaminaba a sus habitaciones —. ¡Necesito estar fresca para la velada!

Manuela, la cocinera de la casa, ya había dispuesto la mesa en la que se presentaría la cena. Todo estaría listo a las siete en punto, cuando los comensales invitados estuvieran haciendo su entrada. Vendría la crema y nata de la alta sociedad de El Progreso.

El menú escogido por Doña Remigia era variado y los platos habían sido elaborados con el más exquisito cuidado. Se iniciaría la cena con un suculento caldo de pollo y vegetales para entonar el estómago, le seguiría el plato de cerdito asado acompañado este con deliciosas viandas de la región. Luego un arroz con guisantes tiernos y tocineta y una deliciosa ensalada de espárragos blancos aderezada con una salsa blanca, que era un secreto de familia jamás revelado. No faltarían las empanadas, los chorizos y morcillas cocidos al vapor para acrecentar su sabor. Todo esto bien rociado con el buen vino de la viña.

El Progreso no tenía nada que envidiarle a los pueblos cercanos, quizás era más pequeño, sin embargo, sus tierras eran de las más fértiles por aquellos lares. El río que lo atravesaba surtía los cultivos de humedad suficiente y sus viñedos producían cada año para el consumo propio y para la venta. No había que olvidar que eran cepas de origen francés, que los antepasados de Don Pedro Acosta habían traído. Por esa razón cada año durante la vendimia había una celebración especial en honor al difunto Marqués.

Para el postre, doña Remigia mandó confeccionar una exquisita tarta de crema de nata, natillas de vainilla, torrejas enchumbadas en almíbar de canela y algunos postres de frutas frescas como manzanas, moras e higos. Todos estos postres recién horneados para la ocasión tenían una pinta que “invitaba a hincarle el diente”, como hubiera dicho el monaguillo. Y no podía faltar, claro, el licor de crema hecho con huevos, leche, vainilla, canela y un ron traído de las Américas, que era la debilidad del padre Pascualito

Cada año la fiesta de la Noche Buena, con doña Remigia como anfitriona, era una cita obligada en el pueblo para los más altos representantes de la ley, las artes, la política y, por supuesto, la iglesia, siempre bien representada por el párroco Pascual.

Como era costumbre, después del banquete en casa de doña Remigia, se oficiaría la Misa de Gallo, y todo el pueblo participaría en ella. Esa era noche de gala para el padre Pascualito quién, para la ocasión vestiría nuevos hábitos recién lavados y planchados por la diligente Manuela, criada y mano derecha de doña Remigia.

 No era un secreto en el pueblo —gracias a la lengua viperina de Monguito, la poca afición del padre al agua. Al parecer, el clérigo, no era muy higiénico razón por la cual, la mayor parte del tiempo traía sus hábitos sucios. Sobre todo, embarrados de restos de alimentos porque, eso sí, a don Pascual le encantaba comer.

Se sirvió la mesa, se dieron las gracias y se dio por comenzado el festín. El padre Pascualito no sabía a qué platos ponerle las manos, se había servido dos o tres veces de cada uno y, mientras más comía, más elogios le hacía a Doña Remigia.

—Señora, —le decía— me quito el sombrero ante usted, este año se ha superado. Esta cena es la mejor que haya probado jamás.

—Muchas gracias —respondía ella toda ruborizada y abanicándose—, pero no tenga pena padre, sírvase usted todo lo que le apetezca.

—Gracias hija, pero solo me queda espacio para el postre.

—Pues adelante padre, que hay para todos los gustos. Ni corto ni perezoso, el padre Pascualito se acercó a la mesa y, al contemplar la extensa variedad, no supo por cuál decidirse. «Bueno, se dijo a si mismo, los probaré todos. Qué mal ha de haber en ello si han sido hechos para alegrar el paladar. Y pensando esto, rellenó bien su plato y fue a sentarse.

Mongo Pérez también había sido invitado, aunque al área de la cocina junto con los sirvientes de doña Remigia. Al ver el desaforo del padre, el monaguillo comentó:

—El padre debería comer menos. Un poco más y los otros invitados no alcanzan postre.

Y es que, desde la cocina, Mongo observaba el desarrollo de la velada sin perderse ningún detalle y para l tener argumento para su  cotilleo por toda una semana. Eran las once de la noche cuando, después de hartarse de postres y beber no menos de seis tragos de licor de crema, el padre entró a la iglesia seguido de Mongo Pérez.

—Es hora —le dijo— de preparar la ceremonia, así que vístete. Yo mientras tanto haré lo mismo, luego regresa aquí y trae el vino de la consagración. —Si, padre. —contestó Monguito, siempre obediente.

Ya estaba llena la iglesia cuando Mongo Pérez se paró ante el altar mayor, el lugar que le correspondía, en espera del padre Pascualito. Se escucharon los primeros acordes del órgano interpretados por doña Dolores, pero el padre no salió.

 Pasaron cinco minutos y nada. Ante esta situación, Mongo se fue derecho a la casa parroquial para ver qué sucedía. Encontró al padre Pascualito en cueros, sentado en el retrete, su enorme panza le colgaba mientras jadeaba lastimosamente.

—Padre, ¿qué le sucede?

—Pero es que no lo ves, Monguito, ¡tengo mal de barriga!

—Pero la iglesia está llena, lo esperan.

—¡Pues que esperen! No pretenderás que salga en estas condiciones. Ve, ve tú y, en mi nombre, ponlos a cantar.

—Lo que usted diga padre —respondió—, de todas formas, no me iba a quedar aquí, huele a podrido.

Ya salía Monguito cuando se escuchó un atronador ruido cuyo origen no era otro sino las tripas del padre, así que emprendió una carrera para no morir ahogado en aquel gas.

Los feligreses esperaron durante una tediosa hora cargada de cánticos tras la cual, agotados, se marcharon hacia sus casas. Debido a la indisposición del cura, la misa había sido suspendida.

Dos días tardo el padre en recuperarse. Los vómitos y el mal de estómago fueron pasando gracias a los cuidados de doña Remigia y las sopas de Manuela. Cuando el padre ya se sintió con fuerzas, decidió oficiar su misa del domingo.

Una vez que subió al púlpito notó que las comadres del pueblo cuchicheaban y soltaban risitas, tuvo que mandarlas a callar para poder continuar. Al terminar, cuando bajó a saludar como de costumbre, alcanzó a escuchar comentarios que le dolieron mucho porque el párroco, aunque no lo parecía, era muy sensible. —Miren ahí viene el tragón —susurró doña Roberta, la mujer del carnicero.

—Bueno ya sabes lo que dicen, según come el mulo… — respondió Luisa, la esposa del posadero,

 —y soltó una risotada.

— Ángela sonrió—, según me contaron, si a los gases les hubieran acercado un fósforo, el pueblo entero hubiera volado.

Guardaron silencio las mujeres cuando se acercó el cura, pero les costó contener la risa.

Indignado, el párroco volvió a su casa dándole feroces gritos a Mongo.

—Mongo, Mongo donde estás, ¡desgraciado! —Pero padre, —respondió este ante los gritos—, ¿qué mosca le ha picado? —Mira… ¡degenerado, mal agradecido!

—¿Qué sucede? Padrecito, ¿porque me insulta?

—¿Cuántas veces te he dicho que el chisme es un pecado?

—Muchas veces, pero no comprendo.

—Claro que comprendes, le has contado a todo el pueblo sobre mi mal de barriga.

—Bueno yo… —titubeó Mongo.

—Sí, tú y has pecado otra vez.

—¿Y usted, padre? —le increpó Mongo—, usted también ha pecado, ¡y mucho! La gula es un pecado capital ¿o no?

El padre Pascualito enrojeció hasta los pies, y trató de aferrarlo por la camisa, pero Mongo era muy hábil comenzó a correr en círculos escondiéndose detrás de las sillas y mesas, evitando así que el padre lo agarrara, y mientras más corría Mongo, más se enfurecía el cura. Finalmente, el monaguillo logró escabullirse.

Sin aire por el esfuerzo realizado, el padre le gritó a todo pulmón “¡Desagraciado no vuelvas por aquí!”, y añadió “¡Después de todo lo que he hecho por ti y así me pagas! y mientras se persignaba, dijo “ya lo decía mi padre, que en gloria este”: “¡Cría cuervos, que te sacarán los ojos!”

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